Es cierto que la vida en esta tierra tiene altibajos. Justo cuando piensa que todo está bien, vienen las dificultades; cuando se siente alegre, la tristeza no tarda en llegar; y así, la vida en este mundo se acaba. Todos anhelan alcanzar la grandeza y vivir prósperamente, pero incluso después de alcanzar la cima, todo el poder y la fama se desvanecen rápidamente como las hojas de otoño arrastradas por el viento.
La gloria terrenal no es más que una neblina matutina que se desvanece, o una burbuja fugaz en el agua (Stg 4:14). Solo en el reino de los cielos todo lo que ganamos sigue siendo nuestro para siempre. Dios dijo: “Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra”, y: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y aprended de mí, y hallaréis descanso” (Col 3:2, Mt 11:28-29). Lo que Dios nos concede es eterno. La vida que Él nos ha dado es eterna, y su promesa de convertirnos en sacerdocio real en su reino celestial también lo es. En el cielo, no hay sufrimiento, solo gloria eterna. Ese es el lugar de la verdadera felicidad preparada para nosotros. Puesto que hemos recibido una gloria más allá de cualquier cosa en este mundo, qué benditos somos. Animémonos unos a otros con esperanza y alegría, diciendo: “Sigamos adelante, porque vamos camino al cielo”.
Como dice la Biblia: “Toda carne es hierba, y toda su gloria como flor del campo”, la vida florece por un corto tiempo, solo para marchitarse y perder su belleza. Sécase la hierba, marchítase la flor; mas la palabra del Dios nuestro permanece para siempre (Is 40:6-9, 1 P 1:23-25). En el reino de los cielos no hay envejecimiento. La juventud, la alegría y el esplendor duran para siempre. Por esta razón, los profetas anhelaban y se dedicaban a ese reino. Pongamos también nuestra confianza en Dios y caminemos juntos hacia el cielo, donde nos esperan la vida eterna y la belleza eterna.
Cuando Salomón ofreció mil holocaustos y pidió a Dios sabiduría para gobernar a su pueblo, Dios se complació y también lo bendijo con grandes riquezas. Nadie ha disfrutado jamás de tanto esplendor como Salomón. Dijo que no negó a sus ojos ninguna cosa que desearan (Ec 2:9-10). Sin embargo, el mismo Salomón confesó: “Todo es vanidad” (Ec 1:2-6, 14-17). Finalmente, nos instó a temer a Dios y a guardar sus mandamientos (Ec 12:12-13). En verdad, mucha sabiduría conlleva mucha tristeza, y cuanto más gana uno, más dolor hay. Pero cuando guardamos la palabra de Dios, los deseos mundanos se desvanecen, y la esperanza de vivir felices en el cielo llena nuestros corazones de alegría. En el reino de los cielos, no hay dolor, solo alegría desbordante. No hay separación, sino que viviremos juntos para siempre. Asegurémonos de entrar en ese reino sin falta.
Los antepasados de la fe soportaron dificultades e incluso enfrentaron el martirio, pero se mantuvieron firmes en su fe para recibir la ciudad eterna preparada en el cielo (He 11:8-16). Nosotros también heredaremos esa ciudad celestial si seguimos y obedecemos la palabra de Dios. Puesto que Dios vino a este mundo para buscar y salvar lo que se había perdido, cuando nos unamos a Él en esa obra, recibiremos abundantes bendiciones (Lc 19:10, Jn 13:15). Si guardamos la palabra de Dios y vivimos en ella, nos espera una gloriosa recompensa en el cielo (Lc 19:15-17, Ap 22:11-12), una bendición que nadie podrá arrebatarnos jamás.
Nunca debemos tratar a la ligera la verdad que hemos recibido. Dios dijo: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama” (Jn 14:21). Porque a sus amados, Dios ha preparado en el cielo una ciudad gloriosa, de la cual está escrito: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre” (1 Co 2:9). Debido a que las personas atesoran las joyas, la Biblia describe la ciudad como adornada con todo tipo de piedras preciosas. No obstante, nuestro Padre la está preparando con una belleza superior a cualquier joya (Ap 21:19-21, 3:10-12). Queridos miembros de la familia celestial, esta morada celestial está siendo preparada ahora para aquellos que guardan los mandamientos de Dios y llevan abundantes frutos.
Qué benditos seremos si guiamos a Sion a aquellos que viven con temor en este mundo convulso, para que puedan encontrar el verdadero consuelo. Demos sinceras gracias a Dios, el Dador de bendiciones eternas, y llevemos muchas almas a su lado, para que en el reino celestial nuestros nombres brillen como las estrellas, por los siglos de los siglos.