La felicidad de un ciudadano celestial

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Cuando recibimos el Espíritu Santo, el poder de Dios comienza a obrar en nosotros. Habiendo recibido el Espíritu Santo de la lluvia tardía prometido en la Fiesta de los Tabernáculos, unamos ahora nuestros corazones y reunamos los materiales para la construcción del Templo de la Jerusalén celestial.

La vida en este mundo es agotadora para todos. Cuando tenemos mucho, nos preocupamos por lo agobiante de administrarlo; cuando tenemos poco, nos preocupamos por nuestra carencia. Aunque almacenemos muchas cosas por codicia, ninguna de ellas llega a ser realmente nuestra. Esto se debe a que este mundo no es nuestro hogar, sino un lugar manchado de pecado. Sin importar cuántos años pasemos en esta tierra, nuestra estadía aquí es solo momentánea. Únicamente cuando regresemos a nuestro hogar celestial, todo el dolor, la fatiga y las dificultades llegarán a su fin. Por esta razón, Dios nos dice que nuestra vida en la tierra es como los días de un extranjero, como la niebla que aparece por un tiempo y luego se desvanece (He 11:13-16, Stg 4:14).

El cielo es un reino glorioso rebosante de alegría y felicidad eterna. Nadie puede quitarnos las bendiciones que Dios nos da, y serán nuestras para siempre. Debido a esto, debemos acumular diligentemente las bendiciones celestiales mientras moramos en este mundo. Dios ha derramado su amor sobre nosotros. Él restauró el reino de los cielos que una vez perdimos. Para salvarnos del pecado de la muerte, vino en carne, fue crucificado en nuestro lugar y vino otra vez en la carne para restaurar la verdad del nuevo pacto y darnos de comer el fruto del árbol de la vida. ¡Qué gracia tan inconmensurable!

Nuestra ciudadanía está en los cielos (Fil 3:19-21). Ya que Dios en el cielo es nuestro Padre, nosotros como sus hijos debemos vivir con Él. A través de la Pascua del nuevo pacto, Dios ha puesto su sello en nosotros, diciendo: “Ustedes son mis hijos”, y nos ha hecho un solo cuerpo y una familia con Él. ¡Qué benditos somos de que el reino sin llanto, dolor ni muerte se haya convertido en nuestra patria! ¡Qué alegre es saber que, como hijos de Dios, viviremos para siempre en el cielo! Mantengamos esta felicidad en nuestro corazón y recorramos el camino al cielo con alegría. Y a todos nuestros conocidos, prediquemos las buenas nuevas, invitándolos a caminar juntos hacia el maravilloso y eterno hogar.

Todos se preparan cuando llega el momento de regresar a su ciudad natal. Del mismo modo, aquellos que irán al cielo también deben prepararse. Dios no nos acepta como somos, sino que nos transforma para convertirnos en hermosos y santos. Debemos ser transformados a una forma que sea adecuada para el cielo. A través de su palabra, nuestro Padre nos moldea suavemente, enseñándonos con amor: “Viva amablemente. Sea paciente. Lleve una vida piadosa. No se queje. No juzgue. Ame a sus hermanos como a sí mismo”.

Los hijos de Sion deben vivir de la comida que a vida eterna permanece, que es la palabra de Dios (Is 54:13, Jn 6:27). Si Dios nos dice que seamos humildes, entonces debemos practicar la humildad. Si Él nos dice que seamos buenos, entonces debemos vivir amablemente. Si nuestro Padre es amor, sus hijos también deben ser amor. El amor no hace nada indebido. Es gentil, considerado, tardo para enojarse y es paciente. Muestra cortesía y cuidado (1 Co 13:4-13). Estas son las enseñanzas que nos da el Dios de amor, que vino a esta tierra para salvar a los pecadores que lo traicionaron y se sacrificó en la cruz.

Transformémonos maravillosamente como Dios nos moldea. La Biblia dice que somos como barro en las manos del alfarero (Is 64:8, Jer 18:2-6). A medida que Él nos moldea en aquellos que morarán en el reino celestial, todo lo que debemos hacer es obedecer sus palabras. Dios nos está refinando como los mejores materiales para el Templo de la Jerusalén celestial. Si nos ejercitamos para la piedad conforme a su palabra, amamos a nuestro prójimo como a nosotros mismos, consideramos a los demás como superiores a nosotros mismos y permanecemos humildes y afectuosos, entonces seremos perfectos y sin defecto, y Dios nos concederá una entrada completa en el cielo (Mt 13:47-50, 1 Ti 4:6-8, 2 P 3:6-7).

Así como Noé y Lot actuaron rectamente guiando a los demás por el camino de la salvación, nosotros también llamemos diligentemente a todas las personas a venir a Sion (2 P 2:4-9). La predicación es un acto de justicia, una expresión de amor al prójimo como a nosotros mismos y de seguir la voluntad de nuestro Padre. Llenos del poder del Espíritu Santo de la lluvia tardía que hemos recibido, prediquemos con valentía. Los hijos de Dios seguramente oirán la voz de la salvación. El agua del Espíritu disminuye cuando se mantiene quieta, pero se convierte en un manantial vivo cuando se derrama. Deseo que se conviertan en hijos de amor que salven a muchas almas predicando el evangelio fervientemente, desde sus vecinos hasta todas las naciones. Y que el gozo del reino celestial los fortalezca para soportar y superar todas las dificultades de esta tierra.