Las palabras tienen una gran importancia. Una sola palabra puede levantar el espíritu de alguien, mientras que otra puede herir sus sentimientos. Incluso entre cónyuges, una sola palabra puede hacer que los rostros se llenen de ira o se iluminen de alegría. Al ver las noticias de una familia destrozada por una sola palabra, o una comunidad o nación enfrentando dificultades debido a un discurso descuidado, recordamos qué poderosas y significativas son las palabras en todos los aspectos de la vida.
En la vida de la fe, las palabras son aún más importantes. En el libro de Génesis, desde el tiempo de Adán, Satanás llevó a la muerte con una sola palabra, mientras que Dios comenzó su obra de dar vida con una sola palabra. Dios es luz, y nosotros somos hijos de la luz. Como hijos de la luz, debemos llevar una vida santa y llena de gracia en todo lo que hagamos, mostrando la gloria de Dios. La Biblia nos enseña a no hablar palabras que no edifiquen a los demás, sino solo palabras buenas que den gracia a los oyentes. Debemos liberarnos de los caminos egocéntricos que una vez seguimos en la oscuridad, siendo cautelosos con nuestras palabras y actuando con humildad (Ef 4:22-5:8, 1 P 1:14-16, 2:1-3).
La blanda respuesta quita la ira; mas la palabra áspera hace subir el furor (Pr 15:1). Debemos abstenernos de palabras que provoquen a los demás y, en cambio, decir palabras de respeto, ánimo y alegría. Cuando decimos esas palabras, aunque la otra persona esté enojada, su enojo disminuirá. Esto significa que debemos compartir palabras que alegren a los demás, en lugar de buscar nuestro propio placer. Las palabras que alegran el corazón ayudan a otros a escuchar la verdad y permiten que los miembros con fe débil crezcan en su fe. Ser herido por las palabras es un obstáculo significativo en la vida de la fe. Si alguien que se esfuerza por mantener su fe escucha palabras que lo hieren y deja de asistir a la iglesia, una sola palabra puede llevar a la muerte de un alma. Por lo tanto, antes de hablar, es esencial considerar los sentimientos de la otra persona y reflexionar sobre si nuestras palabras pueden causar dolor o traer alegría.
Conocemos bien acerca de aquel que fue salvo por medio de una palabra. Cuando Jesús fue crucificado, el ladrón que habló para honrarlo fue salvo de inmediato por la palabra de Dios, el Legislador (Lc 23:39-43). De la misma manera, muchas almas pueden ser salvas cuando decimos palabras de gracia. Somos los sacerdotes reales del reino de los cielos. Como hijos de Dios, el Rey de reyes, tanto nuestras palabras como nuestras acciones deben ser santas.
Incluso en esta tierra, hay muchas cosas que controlar para llevar una vida exitosa. Si hacemos todo lo que queremos, al principio puede parecer bueno, pero al final no lograremos obtener lo que se nos debería dar. Si no obedecemos la palabra de Dios, pronto perderemos un tesoro inmenso que podríamos haber obtenido. Sin embargo, el resultado de obedecer su palabra es el reino de los cielos, la Canaán celestial (He 3:15-19). Cuando Dios llevaba al pueblo de Israel a la tierra de Canaán, ellos se quejaron mucho durante el proceso. ¿Acaso el propósito de hacerles caminar cuarenta años por el desierto no era bendecirlos al final? No debemos albergar quejas. Debemos creer en las profecías y ser agradecidos.
Digamos bellas palabras y también tratemos de ser hermosos en nuestros pasos (Ro 10:13-15). Enseñemos diligentemente a aquellos que no conocen la verdad de la vida eterna, la Pascua del nuevo pacto, y a Cristo Ahnsahnghong, el Salvador de la época del Espíritu Santo, quien trajo esta verdad. Así como Dios valora nuestras vidas y nos salva, debemos valorar las vidas de los demás. Solo entonces desearemos ayudarlos y compartir la palabra de Dios. Con un corazón como el de Dios, podemos dedicarnos a predicar y llevar frutos.
Dios nos ha mandado a nosotros, que tenemos ciudadanía celestial, que hablemos solo palabras llenas de gracia y virtuosas para que podamos ser transformados en su gloriosa imagen (Fil 3:19-21). Dios refina a los que son impulsivos, transformando sus corazones en humildes, y a los que hablan con dureza, enseñándoles a hablar con cortesía, a fin de guiarlos al reino de los cielos. Si alguien tiene el hábito de hablar de manera dura y le cuesta cambiar, puede orar: “Por favor, ayúdeme a hablar con gentileza”. Nuestro Padre celestial escucha y contesta todas nuestras oraciones.
No consideremos como una carga el amor de Dios que nos refina, sino seamos agradecidos por ello. Siempre digamos palabras cálidas y humildes, palabras que den alegría y gracia a los demás, palabras que conduzcan a la bendición y al cielo, agradando así a Dios y recibiendo una cálida bienvenida en el eterno reino de los cielos.