Cuando Jesús vino a este mundo, declaró: “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18:36). Nuestra verdadera patria es el reino de los cielos, y esta tierra es solo un lugar temporal de exilio, donde vivimos como extranjeros a causa de los pecados que cometimos en el cielo (He 11:13-16). La vida como extranjeros en este mundo trae más dolor que alegría; a menudo sentimos cansancio, incertidumbre, soledad y desolación. Sin embargo, nos sostiene la esperanza de nuestro hogar celestial, donde no hay más llanto, dolor ni muerte. Esta esperanza nos llena de alegría y fortaleza espiritual (Ap 21:4).
Aunque nos aferremos a las cosas terrenales, estas son fugaces y al final desaparecerán. Pero lo que pertenece al cielo es eterno, y nadie puede arrebatárnoslo. En este mundo, los desastres ocurren de repente, independientemente de nuestra voluntad o deseo. El único lugar seguro es el cielo, porque no hay pecado, muerte, desastre ni enfermedad. ¿Acaso no es ese un lugar digno de anhelar? La Biblia testifica que nuestra ciudadanía está en los cielos (Fil 3:20-21). Como los hijos heredan la ciudadanía de sus padres, nosotros también, como hijos e hijas de Dios, tenemos la ciudadanía celestial. Por lo tanto, debemos vivir con la fe y la conducta dignas de los hijos de Dios.
Incluso en este mundo, cualquiera que desee la ciudadanía en una nación próspera debe vivir rectamente y cumplir con los requisitos necesarios. Del mismo modo, hasta entrar en el cielo, debemos fortalecer nuestras carencias y prepararnos como verdaderos ciudadanos del cielo. La Biblia nos insta a buscar las cosas de arriba y revestirnos del nuevo hombre (Col 3:1-10). Esto significa revestirnos con las vestiduras del reino de Dios y comer el alimento del reino de Dios, que es la palabra del nuevo pacto. La Biblia nos advierte: “No se irriten, no sean descorteses, no hagan lo malo, no envidien, no hurten, no cometan adulterio”. Debemos evitar lo que Dios nos ordena evitar. Como los médicos prohíben a los pacientes comer alimentos que empeoran la enfermedad, así Dios nos ordena alejarnos de los pecados que destruyen nuestras almas. Dios también nos instruye: “Vosotros también, poniendo toda diligencia por esto mismo, añadid a vuestra fe virtud; a la virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio; al dominio propio, paciencia; a la paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor. Porque […] haciendo estas cosas, os será otorgada amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 P 1:5-11).
Por lo tanto, pongamos en práctica la palabra de Dios y vivamos como ciudadanos celestiales que reciban una amplia y generosa entrada en el reino de los cielos. Esto requiere transformación: la personalidad ruda debe suavizarse y volverse un espíritu gentil. Quienes han malentendido a Dios deben conocerlo correctamente mediante el estudio bíblico. Quienes no han compartido el evangelio pueden comenzar a predicar la justicia. Quienes no han sido considerados con sus hermanos pueden comenzar a mostrar más cuidado. Consolemos a los débiles, animemos a los desanimados y reemplacemos las palabras hirientes con otras misericordiosas y edificantes, para dar alegría a nuestro Dios.
El reino de los cielos concede la ciudadanía solo a los justos. Quienes hacen lo malo, no han visto a Dios (3 Jn 1:11). De la manera como los pescadores recogen los peces buenos y desechan los malos, así Dios separará a los malos de los justos (Mt 13:47-50). Debemos esforzarnos por ser incluidos en su vasija celestial. Sodoma y Gomorra fueron consumidas por el fuego a causa de su maldad e inmoralidad. En los días de Noé, la gente era tan corrupta que los justos ya no podían vivir allí; por esa razón, Dios destruyó el mundo con agua. No obstante, salvó a “Noé, pregonero de justicia” y a “Lot, hombre justo” (2 P 2:4-9). La Biblia advierte: “Pero los cielos y la tierra que existen ahora, están reservados por la misma palabra, guardados para el fuego en el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos”. Proclamemos al Dios que salva y la verdad de la Pascua que libera de la calamidad a este mundo que tiembla por los inminentes desastres. Toquemos urgentemente la trompeta para que la gente huya a Sion (Jer 4:5-6). Salvar almas moribundas es obrar con justicia.
El hombre que participó en el banquete de bodas sin estar vestido de boda fue echado fuera (Mt 22:8-14). Nuestras “acciones justas” son el vestido de bodas (Ap 19:7-8). La Biblia también nos enseña que nos vistamos de Cristo (Ro 13:14). Siendo ciudadanos del cielo, que guardan la Pascua del nuevo pacto, vivamos en santidad. Proclamemos diligentemente la justicia del evangelio, y guiemos a muchos al lado de Dios por medio de nuestras buenas obras, a fin de recibir una amplia y generosa bienvenida en el reino de los cielos, convirtiéndonos en ciudadanos celestiales.